sábado, 12 de febrero de 2011

Un dia en la vida de un hincha de fútbol

Son las siete de la mañana de un domingo cualquiera, el silencio reina, podía dormir hasta más tarde pero la ansiedad apenas si me permitió dormir la noche anterior, y en mi primer pensamiento, justo al despertar, no puede existir otra cosa, hoy juega mi equipo, hoy hay que ir al estadio.

En unas cuantas horas tendré un encuentro con mi verdadero yo, con mi corazón, con unas emociones que le darán un agridulce sabor a la vida.

Casi catapultado salto de mi cama y al abrir el cajón del armario, la veo, brillante, lujosa e imponente, la camiseta de mi equipo. Porque es mío, mío y de todos los que lo siguen igual que yo, mío porque yo ayudo a pagarlo cuando compro la entrada para el partido.

El desayuno, el baño y esas cosas pasan sin mayor importancia y la mañana se hace especialmente eterna. Mi madre pasa y me ve con la camiseta puesta haciendo un gesto desobligante, recordándome que nunca entenderá porque le doy tanta importancia al futbol. Seguidamente el vecino me recuerda con burlas cuantos años lleva mi equipo sin ser campeón, pero ni las burlas de los vecinos ni los gestos de mi madre logran quebrantar mi espíritu, nada evitara que este día sea especial.

Horas antes de salir ya estaba listo y salgo horas antes del juego, para evitar contratiempos, el tráfico y todas esas cosas que tal vez debería prever también antes de salir a trabajar. Como no tengo carro, me dispongo con una alegría particular a tomar el bus, y contemplo con detalle la urbe, la miro con más amor, pienso en que en el momento que los jugadores estén en la cancha, estarán de algún modo defendiéndola. 

En los andenes, en las esquinas, comienzan a asomar las camisetas de mi equipo, familias y grupos de hinchas comienzan a movilizarse igual que yo, al encuentro con un sentido de vida que a su vez parece no tener sentido, con un amor que solo entienden los que lo sienten, con un equipo que nos pone a tambalear en la línea que separa el jubilo de un dolor desgarrador en el alma.

El bus avanza y en medio de los edificios aparece imponente el templo del futbol, nuestro teatro de los sueños, un lugar donde pasamos días maravillosos pero en ocasiones muy tristes. La gente se agolpa a su alrededor, me bajo del bus y me siento tranquilo, me siento en casa, miles de personas que no conozco pero la camiseta y los colores que nos hacen una familia, y todos estamos allí porque de algún modo sentimos lo mismo, y a pesar de ser tantos y nunca haber cruzado palabra, todos se ven amables y optimistas.

Subo las escaleras de la entrada y me encuentro con la postal del interior del estadio, esa alfombra verde que será el escenario de nuestras ilusiones, y todavía lo siento, es la misma sensación en el estomago de cuando tenia cinco años y mi padre me llevaba al estadio.

No han salido los equipos a la cancha y ya las barras calientan el ambiente, en la tribuna del frente, contrastante e insolente esta la barra del equipo rival, nunca estaría a favor de la violencia en los estadios, pero si existe una sensación de bronca por el adversario de turno, y en ese sentir los hinchas intercambian canticos insultantes. Me uno a miles de voces que gritan y saltan como si quisieran ser escuchados en toda la ciudad, el grito se hace agresivo, fuerte y allí no solo pienso en el rival, pienso en la gente que me hace la vida imposible, o en el vecino fastidioso o en los problemas de la semana, y se van allí, en cada grito, en cada insulto, en cada fuerza a favor de mi equipo, no existe mejor terapia para desahogarse, para gritarle el mundo que estoy vivo… para descargar el alma.

Saltan los equipos a la cancha en medio de gritos y un espectáculo hermoso de papeles, serpentinas y humo de colores, y los guerreros están allí, los hombres que defenderán nuestro honor y orgullo de hinchas, los hombres que defenderán el honor de nuestra ciudad.

Arranca el partido y como si Dios tuviera algo que ver, todos, hasta yo, invocamos respetuosamente la ayuda divina para nuestro equipo.

Las emociones comienzan realmente, los nervios viven sus momentos más difíciles, hay tiempo para alentar, para permanecer silencioso, para cortar la respiración, para que se altere el ritmo cardiaco, para mirar a la hinchada rival y soltar uno que otro insulto, para estallar de furia cuando el árbitro sanciona algo en contra.

El partido se desarrolla con intensidad y rapidez, mi equipo hace todo para conseguir el merecido gol de la victoria pero nada que entra. Se va encima del rival y sus ataques son feroces y crean peligrosas jugadas de gol pero sin contundencia en la definición.

El tiempo se acaba, la victoria es vital para que no se complique la clasificación, un empate en casa es un desastre para mi equipo, el nerviosismo se apodera tanto de hinchas como jugadores y el desespero reina en el lugar. En el cielo, como para ambientar la situación, las nubes grises cierran el telón y las gotas de lluvia comienzan a golpear los rostros.

Parece que terminara así, casi esta firmado el empate, pero hasta que el árbitro indique el final nada estará resuelto y no hay que perder la esperanza. Y los jugadores de mi equipo lo entienden así, se llenan de valor, de coraje y van en búsqueda del gol, meten un centro desde la derecha y el goleador se levanta en un salto de otro mundo, el planeta se detiene, la respiración se corta, el jugador cabecea y… El balón hace temblar el poste horizontal cortando el grito de gol de nuestra hinchada, todos nos tomamos la cabeza a dos manos.
Tardamos en reaccionar y los jugadores también, cuando menos lo pensamos el equipo rival tomo el rebote del postaso, inicio un contra ataque y en la ultima jugada del partido, el arquero de mi equipo vio como lentamente el balón se metía en su portería.

El grito de la barra visitante retumbo en el estadio, en nuestro oído, en nuestro estomago, en nuestro ego. Un viento frio golpeo mi cara y la impotencia desarmaba el valor y ala fuerza de la hinchada que permanecía inmóvil por varios minutos, congelada y silenciosa.

El arbitro señalo el final del partido, la cara dibuja la tristeza que definirá el animo de toda la semana, salgo con un frio en el alma, que hacen que el frio del cuerpo y la lluvia sean insignificantes. Salgo pensando en como darles la cara a los que me molestan cuando mi equipo pierde, en el tiempo y el dinero que gaste para perder. Cada gota de lluvia es como un alfiler que se clava en el alma, el camino a casa se hace exageradamente largo y tedioso. Esta noche no estaré para nadie, el que me conozca sabrá que ni siquiera deseo hablar, de nada, solo intentare dormir y tratar de olvidar lo que paso.

Y en una situación sensata, después de vivir la gran tristeza, el domingo siguiente voy a salir al encuentro con un sentido de vida que a su vez parece no tener sentido, con un amor que solo entienden los que lo sienten, con un equipo que nos pone a tambalear en la línea que separa el jubilo de un dolor desgarrador en el alma…. en unas cuantas horas estaré en el estadio.